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  • Sandra Vanina Celis

Paterson (o sobre la posibilidad de vivir la vida cotidiana)


Ohio Blue Tip matches They are excellently packaged…

A veces lo mejor que te puede pasar es que eso en lo cual trabajaste con tanto ahínco sea destrozado por tu perro. Por ejemplo, los poemas que escribiste en una “libreta secreta” a la cual te negaste a sacarle copias y que dejaste al alcance de tu mascota en un desliz. Quizá eso te lleve a conocer a un poeta japonés en el lugar al que fuiste a despejar la mente, quien se sienta junto a ti, te hace la plática y que antes de irse de vuelta a Osaka —en un gesto maravilloso— te regala una libreta en blanco, casi como si supiera que tu perro destrozó tus poemas. No lo volverás a ver, pero te dejó una huella indeleble. Entonces puedes sopesar: claro, los poemas que escribiste dejaron de existir, y eso es una tragedia. Pero a cambio conociste a alguien de una manera espontánea y hermosa que te dijo “yo respiro poesía”. Te recordó que la poesía es vida o no es nada: que si no es más que acumulación de papelitos o búsqueda de reconocimiento está muerta… ¿Qué más da que se la coma el perro?

Lo que he narrado hasta aquí constituye algo así como la moraleja de la película Paterson (2016) dirigida por Jim Jarmusch y que, pese a haber sido estrenada hace ya algunos años, me interesa abordar para reivindicar la importancia de la vida cotidiana. Porque Paterson es una historia que nos plantea la posibilidad de vivir la vida cotidiana, y no sólo de sobrellevarla como un pesado fardo.

Tras ver la película por segunda ocasión me conmoví más que la primera vez, pues en estos días de cuarentena es bueno recordar que la rutina no tiene por qué ser un enemigo. Pero además la disfruté tanto que luego no pude evitar pensar en por qué a alguien podría no gustarle… ¡Hmm! Y luego pensé que, curiosamente, es una película que casi no recomendaría a nadie, pero, ¿por qué? ¿Por su ritmo “lento”? ¿Porque podrían decirme: “chale, qué aburrida está”? Pues sí, en parte. Pero, ¿por qué alguien pensaría eso? Quizá sería porque ese supuesto ritmo lento proviene, no de que haya escenas largas y desgastantes, sino de que la totalidad de la película se desarrolla en una aparente intrascendencia (la de la rutina de una pareja en un pueblo cualquiera), lo cual se puede percibir justamente como algo “equis”, que ya conocemos, que no tiene nada que decirnos.

Pero esa perspectiva expresaría más bien, creo yo, desprecio por lo que Paterson busca transmitir, esto es: un intenso amor por la vida sencilla y mundana.

Es en ese sentido que entonces me pregunté: ¿Qué diría alguien radicalmente ortodoxo o dogmático? Y pensé en dos prototipos de sujeto: un artista y un anticapitalista radical. El primero, por ejemplo, podría decir que Paterson es un insulto a la creación artística, pues la relativiza al presentar a un hombre sumamente creativo que no escinde lo ordinario de lo extraordinario, y que puede encontrar su inspiración en una caja de cerillos marca Ohio Blue Tip. El segundo podría argumentar, en cambio, que la película romantiza la pobreza y normaliza las rutinas a las que están sometidos millones de trabajadores.

Pensar en formas tan ortodoxas de abordar una película como Paterson me causó espanto. Porque éstas implican creer en la pureza de los objetivos: en el aura sin el cual el arte no es divino (como “debe de ser”, ¿para qué? quién sabe), o en una sociedad comunista en la cual se abolirían de facto las contradicciones y todo sería armonía y perfección. Pensar la realidad en términos tan absolutos ha llevado, entre otras cosas, al desprecio por lo cotidiano, que es lo que me hace pensar que a muchas personas no les gustaría Paterson.

Y es que existe un culto por lo extraordinario, por la adrenalina, por las experiencias fuertes y lo “fuera de este mundo”, alimentado hoy en día por un capitalismo neoliberal que busca estimular el consumismo a partir de un supuesto aburrimiento que necesitaría ser urgentemente entretenido con cosas increíbles e inesperadas. Por eso en el cine esperamos siempre encontrar un “giro de tuerca” como el que sucede en El sexto sentido (1999), pues si una película es “predecible” pierde todo valor.

Retomando los prototipos que mencioné antes, sería el momento de la creación artística (Rivera haciendo un mural) y el de la revolución (los bolcheviques tomando el palacio de invierno) los momentos realmente importantes porque son extraordinarios. Todo lo demás es ordinario, por tanto, irrelevante. Y es paradójico, porque es en esos momentos irrelevantes donde, sin embargo, se despliega la mayor parte de nuestra existencia…

Por eso me gusta tanto Paterson. Porque reivindica ese espacio-tiempo de reproducción que llamamos vida cotidiana y sin el cual no habría nada. Muestra que aun siendo explotadxs y oprimidxs podemos disfrutar esa cotidianidad: vivirla. Que aun siendo nada más que un conductor de autobús en un pueblo cualquiera —donde todo acontecimiento que haya roto con la rutina es digno de recordarse con monumentos y murales— podemos ser felices porque somos creativos. Paterson nos plantea que podemos hacer poesía en ese contexto, no como entes superiores iluminados, sino simplemente inspirados por lo que nos rodea —que por cierto, muy rara vez va a ser realmente “extraordinario”, porque uno no se asoma por la ventana y ve una revolución en marcha todos los días.

Todo esto queda muy claro a lo largo de la película con las relaciones que establece el personaje principal, Paterson —un conductor de autobús—, con su entorno y con quienes le rodean. Su esposa, por ejemplo, es una mujer con múltiples aspiraciones artísticas que siempre le dice que debería publicar sus poemas, a lo que él se niega porque entiende que el producto artístico no necesariamente tiene que crearse con el afán de buscar la fama o el reconocimiento. Así, Paterson trastoca lo ordinario con lo extraordinario y viceversa: hacer poesía puede ser algo ordinario, mientras que conducir su autobús puede ser extraordinario cuando se pone atención a los detalles (entonces aparecen las coincidencias mágicas). Y lo mismo puede decirse al revés. De hecho es cuando a Paterson le ocurren cosas que realmente se salen de su rutina cuando no puede disimular su incomodidad, pues esas cosas perturban una lógica cotidiana que él no carga como un fardo, sino que disfruta a plenitud.

Existen muchos otros detalles sobre los cuales no me puedo extender, pero que hacen de esta película una de mis favoritas. Si algo me lleva a concluir es que no se trata de que nos conformemos con socializar la pobreza o de que relativicemos la miseria del mundo que nos rodea y del cual somos parte. Tampoco de que aceptemos como arte creaciones tipo Zona Maco. Pero sin duda tampoco se trata de ver en la vida cotidiana nada más que un reino de lo banal y pueril, donde reproducimos “privilegios” de clase, sexo o raza a los cuales deberíamos renunciar porque son pecados burgueses que nos hacen automáticamente acríticos.

Nada de eso. La vida cotidiana es un terreno en disputa. Y parte de disputarlo está en disfrutarlo.

¡Que lo común no deje de asombrarnos, diría Bertolt Brecht!

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