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  • Ricardo Gutiérrez

Covid-19: La arrasadora marcha de la muerte, parte 1: Un metabolismo enfermizo


Jamás peste alguna fue tan fatal, tan horrible. Su encarnación era la sangre: el rojo y el horror de la sangre.

Edgar Allan Poe

Desde finales del 2019 el coronavirus ha tocado las campanas de la muerte y ha devastado el mundo. Muchos huyen de la infección, en vano. Como el freno de mano de una locomotora, paró de golpe la mayoría de las actividades más cotidianas, haciendo que la humanidad se sacudiera con ello: escuelas, trasportes por tierra, mar y aire, teatros, cines, estadios, iglesias, museos y hasta parques —que son espacios abiertos— tuvieron que cerrar para evitar el contacto y contagio. Esa forma en la que se ha esparcido el virus es muy parecida a la que podemos apreciar en la pintura El triunfo de la muerte, donde parece sugerirse que la muerte actúa por capricho, de manera inesperada, pero, sobre todo, que no es una sola entidad la que arrasa con la vida. Su aparición es caótica y diferenciada: discrimina las condiciones de vida.

Plantearnos la muerte de esta manera puede resultar abrumador, pero nos puede permitir reflexionar sobre la crisis pandémica que nos asedia de manera más realista, sin caer en el pánico. Y es que en el encierro la presencia de un agente infeccioso a nivel global puede desatar una serie de ideas no muy claras respecto de la forma en cómo cada uno vive y piensa la pandemia, determinadas por el alcance de su perspectiva, o sea, por las limitaciones materiales que se le imponen con la espesura de la inmediatez. Así, el covid-19 puede dispersarse en un conjunto de problemas que más que claridad, provocan ansiedad y confusión hacía un porvenir inmediato que parece incontrolable, pero que tenemos que enfrentar como humanidad.

En dado caso, uno se puede poner metafórico para hacer de esta pandemia una mera crisis existencial —aunque la provoque—, pero ese no es el problema, sino perder de vista su complejidad y romantizar sus consecuencias: “Si quisiera ponerme antropomórfico y metafórico en esto, yo concluiría que el COVID-19 constituye una venganza de la naturaleza por más de cuarenta años de grosero y abusivo maltrato a manos de un violento y desregulado extractivismo neoliberal”, dice David Harvey, que combina perfectamente una metáfora con una situación material objetiva.

La recurrencia a esos elementos para explicar este fenómeno mundial no tiene que ver sólo con una exacerbada imaginación popular, sino con la sobredeterminación con la que se nos presenta, y que lo hacen misterioso e incomprensible, casi inabordable, ante lo cual la única salida viable es echar a volar la especulación. Todos los datos no servirían de nada más que cómo soportes de cualquier postura legitimadora de cualquier discurso político sin miras al combate real de lo que atenta contra la especie humana: el capitalismo.

El covid-19 es un fenómeno que refleja una densidad específica: una serie de problemas contenidos en una masa que se desborda a borbotones por todos lados. Y si las formas de ver el covid-19 son varias, entonces cada uno hace un relato de ello.

Si hablamos de sobredeterminación es porque el covid-19 y sus consecuencias se alinean con problemas tan grandes —cómo la caída en la producción del petróleo— para la agudización de lo que se ha denominado crisis civilizatoria. Pero también porque el virus es en sí mismo un fenómeno sobredeterminado, una acumulación de circunstancias cuyo origen y sentido se fusionan para configurar una unidad de ruptura, que en este caso, es una crisis a gran escala del capitalismo contemporáneo.

El covid-19 cómo síntoma de un metabolismo enfermizo

La complejidad del virus es una que podemos abordar desde una aproximación a la cuestión de la “naturaleza”. Cuando David Harvey habla de una “venganza de la naturaleza” lo complementa con una justificación teórica de esta hipótesis:

Durante mucho tiempo había rechazado yo la idea de “naturaleza” como algo exterior y separado de la cultura, la economía y la vida diaria. Adopto una visión más dialéctica y relacional de la relación metabólica con la naturaleza. El capital modifica las condiciones medioambientales de su propia reproducción, pero lo hace en un contexto de consecuencias involuntarias (como el cambio climático) y con el trasfondo de fuerzas evolutivas autónomas e independientes que andan perpetuamente reconfigurando las condiciones ambientales. Desde este punto de vista, no hay nada que sea un desastre verdaderamente natural. Los virus van mutando todo el tiempo, a buen seguro. Pero las circunstancias en las que una mutación se convierte en una amenaza para la vida dependen de acciones humanas (p. 82, 2020).

Al poner bajo su control a las fuerzas productivas, el capital se consolida como explotador no sólo del hombre, sino también de la naturaleza, la tierra y de sus procesos autónomos, las estructuras económicas y sociales que preexistían y que se contraponen a lo que Marx llamó “condiciones de producción no capitalistas” -que se autorregulaban hasta la ominosa llegada de las maquinas y sus poseedores-.

Aquí la idea de la naturaleza no es dicotómica, sino cíclica, una relación metabólica, como menciona Harvey. Esta relación supone que existe un vínculo con lo social; no son un mismo organismo, sino que es una coexistencia en intercambio (en la que tal vez se lleva a cabo el ciclo transhistórico de la producción). Pero, lo más importante: la naturaleza no se reduce a un valor de uso como sustrato de un valor de cambio. Es, pues, materia viva que tiene su propio actuar. Más aún, uno tendría que renunciar, o al menos criticar, su concepción cosificadora y racionalista de la naturaleza para empezar a entender que también tiene “vida”: no en el sentido animista antropocéntrico, sino de verdad, como una fuerza transformadora latente, es decir, los árboles caen, las olas se agitan y el viento sopla, aunque nosotros no los oigamos. El covid-19 es una manifestación biológica que al igual que otros síntomas del capitalismo “brotó como una enfermedad que tarda determinado tiempo en incubarse para exteriorizarse”.

Esta vorágine de patógenos que deambulan como esporas, con autonomía de tránsito y ante la cual los límites que se le imponen son temporales, parece permanecer en el capitalismo como síntomas de su metabolismo enfermizo —que es su naturaleza—, y en el que coexisten distintos momentos de agudización, sin embargo, estas enfermedades, aunque devastadoras para la población, se vuelven parte de un organismo que subsiste gracias a ellas, sin ellas moriría, son parte de su sistema inmunológico, lo fortalecen. Así, la forma antropomórfica que adquiriría el capitalismo, si lo viéramos tangiblemente, sería la de Trevor Reznik, el mecánico operario de la fábrica en la película El maquinista.

Las enfermedades características del capitalismo como la obesidad, la diabetes y el cáncer, entre otras, son repercusiones estables, pandemias constantes bajo su control que además forman parte de su sistema de resistencia. El covid-19, al contrario, es el factor sorpresa, la irrupción malévola y perversa que tomó desprevenido al capitalismo para realizar la desestabilización más grave de sus relaciones metabólicas en curso, en la que se procesan, expulsan, digieren y fortalecen distintas relaciones sociales y productivas que tienden a desgarrar la relación armónica del hombre con la naturaleza. Contrario a lo que piensa Luis González Reyes, el coronavirus no es una respuesta a nuestro antropocentrismo, es una expresión de la crisis sistémica contra ella misma, es una fuerza unida a los demás fenómenos que buscan incrementar la crisis civilizatoria e interrumpir el sistema capitalista tal y como lo conocemos.

Continuará.

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