Quizá no defiendan la vida, sino una idea torcida de ésta.
Gracias al movimiento feminista y de mujeres, la legalización del aborto se ha colocado como una de las principales demandas sociales en distintos países de América Latina. Durante el 2018, las mujeres de Argentina impulsaron un amplio movimiento por la despenalización del aborto a escala nacional, para lo cual organizaron y dirigieron debates en materia de salud pública, educación sexual y de los derechos de las mujeres. El pañuelo verde se convirtió no sólo en un símbolo que representa la lucha de miles de mujeres, sino también en ícono de un férreo debate entre posiciones antagónicas: por una parte se encuentra aquella que apuntala al derecho de las mujeres a decidir sobre sus propios cuerpos, es decir, que la maternidad sea siempre deseada y jamás impuesta; por la otra, la posición de quienes están a favor de las dos vidas.
La primera de ellas incorpora elementos que atraviesan las condiciones socioeconómicas y culturales en las que se desenvuelve un embarazo no deseado, como la violencia de género o el acceso desigual a la salud pública y la educación sexual. La segunda centra sus argumentos en el ámbito de la responsabilidad reproductiva –la cual recae exclusivamente en las mujeres– y del imperativo de proteger la vida del feto a partir de la concepción, independientemente del contexto en el que un embarazo se haya efectuado. Evidentemente podemos presenciar un carácter punitivo en el discurso de quienes defienden la penalización del aborto, el cual se dirige, sobre todo, en contra de las mujeres que lo practican, así como de su vida sexual. Pero, ¿de dónde surge dicha aversión a la sexualidad femenina?, ¿por qué la necesidad de castigarla a través de negarle el control reproductivo a las mujeres?
Para el filósofo Adolfo Sánchez Vázquez toda sociedad construye normas morales, las cuales son determinadas históricamente. La moral se define, entonces, como un conjunto de normas aceptadas libre y conscientemente y que regulan la conducta individual y social de los seres humanos.
Nuestra sociedad se encuentra profundamente atravesada y ordenada por estructuras patriarcales. Es decir, relaciones sociales que se ordenan desde una lógica en la que las mujeres y la construcción de la feminidad se sitúa por debajo de los hombres, mientras que la masculinidad es dominante. Estas estructuras, a su vez, impactan en la moral de los individuos y en su actuar individual y colectivo; ya sea en aquello que la colectividad considera como acciones buenas o malas, o en la jerarquía entre los sujetos que las llevan a cabo, estas acciones se configuran a través de dicha lógica.
La jerarquía de acciones se sitúa de la siguiente manera: para una sociedad patriarcal es más grave que una mujer elija terminar con su embarazo que considerar si éste fue producto de una violación.
En esta jerarquía el ejercicio libre de la sexualidad femenina es moralmente más grave que el masculino, por lo que “merece ser castigada”. La antropóloga feminista Rita Segato denomina a esta moral interiorizada y relativamente libre como ‘mandato de género’. Tanto hombres como mujeres llevan adelante dicho mandato de lo dominantemente femenino y masculino, un cierto número de normas que regulan lo que significa llegar a ser un “buen hombre” o una “buena mujer”. Un buen hombre debe tener una serie de características asociadas con lo masculino (ser varonil, fuerte, propenso al ejercicio de la violencia, etcétera), si no las sigue puede ser socialmente castigado o renegado. Una buena mujer “no debe provocar a los hombres”, “debe darse a respetar”, “no debe ejercer una sexualidad libre" ni debe sobrepasar los limites del goce masculino. Si acaso una mujer desafía estos mandatos de género, entonces merece ser castigada: “la estructura de género reaparece como estructura de poder, y con ella el uso y abuso del cuerpo de unos por otros” (Segato, 2003: 23).
En ese sentido el objetivo del castigo –negarle a una mujer interrumpir su embarazo– es el disciplinamiento a través del control de su cuerpo. Tener un hijo no deseado puede resignificarse como una especie de castigo por desafiar los mandatos de género. En el discurso de quienes defienden las dos vidas lo que esta de fondo no es la “vida” de los hijos, mucho menos la de la madre, sino el disciplinamiento de las mujeres para que se mantengan y perpetúen dichas estructuras de dominación patriarcales. La vida que se defiende termina vaciada de contenido, ya que no importa que un hijo sea deseado o no, o si vivirá en un entorno de violencia, de maltrato o de condiciones indignas tanto físicas como emocionales. La vida para quienes defienden las dos vidas es ideal y no material. La lucha de las mujeres por la legalización del aborto también se configura como una lucha por la construcción de nuevas moralidades que apunten al derecho social de vivir dignamente.
Referencias
Segato, Rita Laura (2003). Las estructuras elementales de la violencia. Ensayos sobre género entre la antropología, el psicoanálisis y los derechos humanos. Buenos Aires: Universidad de Quilmes.
Sanchez Vazquez, Adolfo (1986). Ética. México: Grijalbo.
Commentaires