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Ellas querían todo o nada: las mujeres del 68 y su indeleble participación en el movimiento

  • Sandra Vanina Celis
  • 7 oct 2018
  • 3 Min. de lectura

Tras doce días de permanecer encerrada en los baños de la Torre I de Humanidades, en Ciudad Universitaria, una mujer extranjera se ganó un pueblo y una metáfora. Era 1968 y ella, Alcira Soust Scaffo —una mujer insensata y transparente, como la define Elena Poniatowska—, estaba ocultándose de los soldados que violaron la autonomía universitaria aquel día de septiembre. Habían entrado a reprimir y a silenciar a profesores y estudiantes, pero ella los recibió con poemas en un altavoz. Acto seguido se ocultó, aterrada ante la posibilidad de ser golpeada, detenida, deportada o quizá desaparecida, pues además en aquel entonces participaba activamente en la huelga del STUNAM.

Sobrevivió, apenas. Y orgullosa sentenció que se había ganado un pueblo y una metáfora. Así fue como una extranjera uruguaya pasó a la historia como una de las tantas mujeres que vivieron el 68. Como una de tantas mujeres que resistieron, lucharon… y dirigieron el movimiento.

Pero más allá de la imagen idealizada y romántica, debe tener algo de verdad aquello de que algunas mujeres sólo lavaron trastes durante el movimiento del 68; ¿cómo culparlas si ya de por sí era un escándalo que estudiaran y participaran en el movimiento? Pero la mayoría no aceptaba sólo servir café en las reuniones. Las relaciones entre géneros —sexuales, eróticas y afectivas, pero también políticas— se transformaron al calor de una coyuntura estudiantil que estaba irrumpiendo la normalidad, ampliando la democracia y posibilitando, entre otras cosas, la reflexión crítica sobre los roles de género —y provocando su inminente transformación.

Alcira Soust Scaffo

Las estudiantes de 1968 fueron feministas. Quizá aún no se sabían feministas, ni se nombraban como tal, pero lo eran. Y el feminismo no existiría en México, como tantas otras cosas, si no fuese por la congruencia y decisión con que lucharon las estudiantes en 1968.

Algunas de ellas, como Sara Lovera (fundadora de la Jornada) eran luchadoras incluso antes del 68, en el marco del cardenismo. Muchas otras se politizaron durante el 68, siendo brigadistas y dirigentes de facto, aunque no les gustara ser nombradas de esa forma, como señala Ana Ignacia Rodríguez (la Nacha), en aquel entonces estudiante de derecho en la UNAM. Pero todas ellas sabían la importancia de que las mujeres participaran en el movimiento.

“En 1968 las mujeres adquieren el carácter de participación política al igual que los hombres […] Nos tocaron golpes, corretizas y sustos, lo mismo que a ellos.”

Otras mujeres, como Myrthokleia Adela González Gallardo, asumieron un papel dirigente. Ella, por ejemplo, formó parte de la dirigencia del Consejo Nacional de Huelga (CGH), presidiendo actos masivos como el del edificio Chihuahua en la Plaza de las Tres Culturas, que terminó en la masacre de la cual se cumplen 50 años. Sin embargo, muchas otras mujeres que participaron en el movimiento de 1968 siguen en el anonimato, incluidas las madres de los estudiantes que marcharon tras el 2 de octubre por la liberación de sus hijas e hijos.

José Revueltas fue uno de los pocos intelectuales del 68 que recordaba y reconocía a las mujeres del 68, no por condescendencia sino por necesidad. Pero las mujeres, lo sabemos, ahí estaban (y algunas ahí siguen). Ellas no pelearon contra los hombres, sino a su lado. Tenían bien presente quien era el verdadero enemigo, el cual sigue asesinando y desapareciendo estudiantes hasta hoy.

Por eso el 68 es un pulso que nos convoca a marchar juntxs, a luchar juntxs, y a transformar la realidad de la única manera que ésta es susceptible a transformarse: mediante la praxis de mujeres y hombres. Pero las mujeres no debemos olvidar que el 68 nos convoca también para volver a tener un papel activo en la lucha: para asumirnos líderes de los procesos sociales y dirigirlos a un horizonte donde la democracia sea feminista —pues de otra forma no será.

Porque en la actualidad muchas jóvenes luchadoras sociales no se afirman como líderes si no es, acaso, en organizaciones feministas. Mi experiencia personal lo constata: he visto a compañeras que no quieren tomar la palabra, que no participan y que no se asumen como quien puede dirigir, formar y educar: tres elementos imprescindibles sin los cuáles pensar la emancipación es imposible.

Aprendamos de las compañeras de 1968. Honremos su memoria. Y aceptemos la responsabilidad histórica de ser las dirigentes que debemos ser.

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