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  • Pedro A. Reyes Flores

Crisis en Venezuela: ¿democratización o imperialismo humanitario?

Geopolítica e historia para entender un proceso complejo (y sus posibles consecuencias).

La autoproclamación de Juan Guaidó como presidente interino de Venezuela no ha tardado en evidenciar la polarización de las posturas geopolíticas internacionales. Como era de esperarse, Estados Unidos que, durante años, ha soñado con un regime change en Venezuela, ha dado su apoyo incondicional a Guaidó. Lo mismo hizo la Francia de Emmanuel Macron que recibió con satisfacción la “restauración de la democracia” [sic] venezolana. A ellos se sumaron la Unión Europea y diferentes potencias americanas como Canadá, Brasil, Colombia y Chile.

Por otro lado, Vladimir Putin y Xi Jingping, principales aliados estratégicos de Venezuela, así como Turquía, Irán, Cuba y Bolivia han declarado su apoyo al régimen de Nicolás Maduro. Otros, como México piden una solución pacífica a la crisis mediante el diálogo.

Desde su llegada al poder en 2013, el régimen de Maduro se ha caracterizado por el autoritarismo, la intransigencia y el paternalismo que le ha valido ser considerado por muchos una “dictadura comunista”. Crítica que considera, erróneamente, que la dolorosa crisis que Venezuela atraviesa es consecuencia directa del dogmatismo “socialista”. Una relación causal completamente absurda y reduccionista. Conozco muchos regímenes económicamente ultra-liberales que resultan ser atroces dictaduras. Dicho de otro modo: apostar por la globalización y la apertura de los mercados no te convierten automáticamente en una democracia.

En el mundo existe una gran diversidad de regímenes políticos (repúblicas, monarquías absolutas, monarquías parlamentarias, dictaduras militares) que coexisten armónicamente pese a sus diferencias ideológicas, muchas veces contradictorias. Actualmente, numerosos gobiernos despóticos, a menudo grandes productores/exportadores de recursos naturales estratégicos, cohabitan con democracias liberales e incluso son considerados aliados diplomáticos. Por sorprendente que parezca, hasta el Estado más totalitario tiene un lugar en el sistema en la medida en que se “alinee” con los intereses de las potencias occidentales. Es solamente en el momento en que estos regímenes se “rebelan” contra el statu quo, que el sistema (o los actores dominantes) los reprime haciendo hincapié en su naturaleza antidemocrática. Argumentos que se construyen gracias a un proceso mediático de demonización y de propaganda intervencionista: una dinámica discursiva profundamente maniquea a través de la cual los ciudadanos son incitados a escoger entre el bien (los valores democráticos occidentales) y el mal.

Es lo que sucedió en 1999 con Milosevic, con Saddam Hussein en 2003, con Gadafi en 2011 (el mismo que en 2007 había sido recibido en París con gran pompa por el propio Nicolas Sarkozy y el mismo que financió su campaña presidencial) y es exactamente lo que ha estado sucediendo durante los últimos años con Bashar Al-Assad y con Nicolás Maduro. Curiosamente, esto nunca le ha sucedido al reaccionario Reino de Arabia Saudita, a los salafistas cataríes o a innumerables regímenes tiránicos de mundo entero.

Por ejemplo, ¿por qué Francia intervino en 2011 en Libia, en Costa de Marfil, en Sudán del sur, en Yemen? ¿o en República Centroafricana y en Mali en 2013? Y por qué no aplicar la misma lógica de política exterior hacia las monarquías del Golfo Pérsico donde las violaciones a los derechos humanos son cotidianas y flagrantes. ¿Los sauditas son moralmente menos detestables que el régimen de Al-Assad o de Maduro?

Encuentro una respuesta cruda y pragmática en las palabras de Franklin D. Roosevelt cuando se refirió al sanguinario dictador nicaragüense Anastasio Somoza:

“Es un bastardo. Pero es nuestro bastardo”.

Y aunque la difusión de la democracia es considerada por las potencias occidentales como un imperativo de política extranjera pues su carácter “universal” la haría válida y deseable para todos, los ejemplos mencionados revelan que se trata ante todo de un criterio político subjetivista que varía en función de los intereses de los Estados dominantes.

Por lo anterior, digamos otra vez las cosas alto y claro: detrás de esta tentativa de cambio de régimen en Venezuela, no hay objetivos nobles democráticos como se ha intentado vender, sino una clara agenda de reorganización del tablero geopolítico de la región.

No olvidemos que 7% de las importaciones de petróleo de Estados Unidos provienen de Venezuela y que esta última posee las mayores reservas de crudo a nivel mundial (17,9% del total). ¿Cree usted que, si se tratase de Haití o de la isla de Mauricio, estaríamos hablando de lo mismo?

No olvidemos que los Estados Unidos no son independientes energéticamente y que necesitan asegurar su abastecimiento desde fuentes externas. ¡La producción de gas y petróleo de esquisto estadounidense va en picada al tiempo que los costos económicos aumentan y los rendimientos termodinámicos decrecen! Estados Unidos necesita garantizar su seguridad energética, aunque esto implique violentar la soberanía de Estados antagónicos. El objetivo, como lo ha sido desde la llegada del chavismo, es reforzar el área de influencia del capital estadounidense (específicamente de las corporaciones petroleras) en la región. Porque bien sabemos que, en los parámetros actuales, la “democratización” es sinónimo de privatización. Es lo que David Harvey llama “acumulación por despojo”. Democratizar Venezuela significaría desplegar imperiosamente un Plan de ajuste estructural para desnacionalizar las industrias y abrirlas a la inversión extranjera, endeudar el país a través de préstamos del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial y reforzar el proceso de primarización de la economía venezolana.

Los Estados Unidos tienen las “credenciales” intervencionistas suficientes que nos permiten sugerir que no sólo desean, pero han alimentado la inestabilidad sociopolítica de Venezuela para favorecer un cambio de régimen prooccidental. Su historial de injerencias en Latinoamérica es real; no se trata de una teoría de la conspiración izquierdista sino de una realidad histórica ampliamente documentada por la propia administración estadounidense. ¿Acaso cree usted que el impeachment de Roussef, el encarcelamiento de Lula o la victoria de Bolsonaro en Brasil son contingencias anodinas?¿México debe abandonar su postura de neutralidad ante la crisis venezolana? No, desde mi punto de vista. Primero, porque México no es quién para salir a dar lecciones democráticas y de derechos humanos. Suficiente tenemos con nuestra propia crisis humanitaria, con nuestras desigualdades, con nuestras contradicciones, con nuestras desapariciones forzadas, con los asesinatos de periodistas, con la guerra contra el narcotráfico, con la corrupción…para pretender ser un ejemplo de democracia.

Segundo, porque posicionarse a favor de la presidencia interina de Guaidó, legitima de facto la injerencia extranjera y abre la puerta a que un día, Estados Unidos y sus aliados decidan unilateralmente que México necesita ser “democratizado” y liberado de la “tiranía” del gobierno en turno. El gobierno mexicano no debe ceder ante las presiones y debe apegarse a los principios de política exterior inscritos en el artículo 89 fracción X de la Constitución, principios basados en el respeto a la soberanía de los Estados nacionales y la no-intervención. La observancia de dichos principios no nos convierte en cómplices de la injusticia, ¡ya basta de maniqueísmos!

Muchas de las voces críticas hacia el gobierno de México hacen un llamado al presidente López Obrador a condenar oficialmente al régimen de Maduro y a reconocer a Guaidó como presidente interino de Venezuela. Estas voces se hacen eco (no me queda claro si voluntariamente) de la doctrina de responsabilidad de proteger (R2P, por sus siglas en inglés) que ha adquirido sin duda un lugar especial en la toma de decisiones del sistema de seguridad colectiva de la Organización de Naciones Unidas. Doctrina que me permito explicar brevemente.

¿En qué se sustenta el principio de no-intervención?

El principio de no-intervención, uno de los principios fundamentales del derecho internacional consuetudinario, declara que los Estados no deben inmiscuirse en los asuntos sometidos esencialmente a la competencia nacional de otro Estado, en virtud del principio de soberanía. Este último está establecido explícitamente en el artículo 2, fracción 7 de la Carta de Naciones Unidas. La violación del principio de no-intervención constituiría, en efecto, un hecho internacionalmente ilícito. Sin embargo, la ilegalidad de una circunstancia tal puede ser excluida cuando se trate de preservar y garantizar los derechos humanos de un pueblo determinado.

Aunque a priori los Estados gozan de soberanía en sus asuntos internos, la comunidad internacional no sólo tiene la responsabilidad, pero también la competencia jurídica para intervenir en los asuntos internos de un Estado con fines humanitarios, cuando los derechos humanos son violados flagrante y sistemáticamente.

Si bien, la responsabilidad de proteger es una doctrina jurídica muy reciente, la idea de prestar ayuda a poblaciones en peligro sin el consentimiento expreso del Estado no es nueva: Hugo Crocio fue el primero en abordar la idea de “injerencia humanitaria” en el siglo XVII en su De jure belli ac pacis. Idea que alcanzó gran notoriedad después de la guerra de la ex Biafra en 1977, gracias a Bernard Kouchner, fundador de la organización Médicos del Mundo.

Al respecto, Kouchner dijo en 2004:

“¿Cómo podemos mantener la soberanía de los Estados sin dejar de buscar formas de tomar decisiones comunes sobre temas y problemas que nos conciernen a todos? Una forma de resolver este dilema es considerando que la soberanía de los Estados sólo puede ser intangible si proviene del pueblo que gobiernan. Si el Estado es una dictadura, entonces no es digno del respeto de la comunidad internacional”.

Lo que Krouchner propone es, toda proporción guardada, el equivalente moderno de la evangelización católica del siglo XVI. Si para Ginés de Sepúlveda, el dominio de los pueblos “naturales” de América era justo y necesario porque se trataba de un “deber cristiano”; para Kouchner, la injerencia humanitaria, o, mejor dicho, la violación de la soberanía de un Estado dictatorial es justa y necesaria porque se trata de un “deber democrático”.

Para Kouchner, el criterio último para justificar la injerencia extranjera en un Estado es mostrar si se trata de una dictadura o no. ¿Pero no estamos frente a un juicio de valor subjetivo? La realidad es que, al margen de justificaciones morales en principio válidas, las injerencias humanitarias en el marco de la responsabilidad de proteger han sido todo menos benéficas para los pueblos en cuestión. En retrospectiva, podemos decir que en realidad fueron concebidas como intervenciones capitalistas, en el sentido en que su motivación principal era la rápida obtención de beneficios materiales. Los objetivos humanitarios serían simplemente un elemento de legitimación frente a la opinión pública. A esta situación, Jean Bricmont la describe como “imperialismo humanitario”.

Occidente no ha sabido resolver los problemas en los países donde ha desplegado tropas con fines humanitarios. La evidencia empírica reciente muestra que después de la intervención, el caos ha aumentado en los territorios involucrados: Kosovo, Somalia, Libia, República Centroafricana...el mismo proceso de legitimación, los mismos resultados devastadores.

Occidente no sólo no ha sabido, tampoco ha querido resolver los problemas humanitarios en los Estados donde ha intervenido. “Resolver los problemas humanitarios” no sólo significa bombardear, echar al dictador y retirarse, significa además financiar y coordinar un real proyecto de nation building que requiere al menos una década para encarrilarse.

¿Por qué en los últimos años se ha invocado con tanto fervor la responsabilidad de proteger? Porque Occidente y, sobre todo, Estados Unidos, experimentan cada vez mayores dificultades para controlar a las dictaduras títeres que ellos mismos ayudaron a crear y que han apoyado durante décadas a pesar de su clara naturaleza antidemocrática.

Denunciar el imperialismo humanitario no equivale a ponerse del lado de la tiranía. Se trata de poner en evidencia la hipocresía inexorable de las relaciones internacionales. Yo no defiendo dictaduras. Pero tampoco defiendo injerencias extrajeras ni golpes de estado.

Queda solamente reflexionar sobre los posibles escenarios futuros en Venezuela. La imagen que me viene a la mente con más fuerza es aquella del dictador Gadafi agonizando a manos de miembros de la oposición libia, que en su tiempo fueron elevados por Francia, Reino Unido y Estados Unidos al rango de “paladines de la justicia” y que resultaron ser terroristas islámicos de la peor calaña. Gadafi muerto, Libia debía entrar en una etapa de democratización sin precedentes. Ese era al menos el discurso de los líderes occidentales de la época: "Querían paz, querían libertad, querían progreso económico, Francia, Gran Bretaña y Europa estarán al lado del pueblo libio", dijo triunfante el presidente Sarkozy el 15 de septiembre de 2011, durante su viaje relámpago a Trípoli después de la muerte de Gadafi.

Casi ocho años después, la situación no podía ser peor. El país está inmerso en el caos. Varias facciones políticas están enfrentadas, miles de muertos, millones de desplazados, una infraestructura deplorable, servicios públicos inexistentes y una economía devastada. Una tierra de nadie. Esto es quizás lo que Sarkozy quiso decir con paz, libertad y progreso económico. Y esto es posiblemente lo que le espera a Venezuela si las cosas no cambian.

Por el momento la caída del chavismo se ha prolongado más de lo esperado, porque tiene el apoyo del ejército, porque una proporción muy importante de la población venezolana no reconoce a Guaidó y porque tiene el apoyo de Vladimir Putin y Xi Jinping. Maduro no cederá, como tampoco lo hará el intervencionismo humanitario. Aunque hasta ahora, la opción de una invasión militar con el beneplácito del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas parece inviable porque China y Rusia ejercerán su derecho de veto, Occidente apostará firmemente por una táctica cuya eficacia en América Latina está más que demostrada: el financiamiento y el apoyo diplomático de movimientos golpistas.

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