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  • Sandra Vanina Celis

El Che nos vigila (y la realidad nos exige ser más consecuentes)


Casi no conozco a este hombre. Eso sí, lo he visto. Miles de veces. Porque la imagen del Che recorre el mundo en forma de parafernalia: de elementos rituales del capitalismo, de mercancías que lo sacralizan –y de otras que lo satanizan–, así como de libros que lo tergiversan o que lo destacan como el revolucionario que fue... El hecho es que casi no lo conozco.

Pero, ¿quién conoce al Che? Quizá ésta no sea sino una pregunta capciosa. Yo no sé si alguien en este mundo realmente le conoce, en el sentido profundo del conocer que equivale a entender. Personalmente creo que Ernesto Guevara era un hombre innavegable y que no existe, aún hoy, cartografía para descifrarlo. Y es que él fue un hombre anacrónico, que encarnó como pocos (quizá como nadie) el ideal socialista en tiempos del más puro y duro imperialismo.

Es así que descifrar sus principales aportes, siempre enmarañados en una telaraña de falsas ideas sobre su pensamiento, se vuelve difícil. No obstante, creo que el punto de partida debe de ser un núcleo fundamental (y muy poco explorado) de su praxis: la pasión consciente. Un tipo de pasión que es la que constituye a la conciencia de clase, concebida no sólo como el saber que somos sujetxs de la opresión, sino además el saber que conlleva a la acción (pues tenemos que hacer algo al respecto para dejar de ser oprimidxs). Es por esta especie de "pasión razonada" que podemos transitar el camino de la constante autotransformación, cosa que, me parece, impregna toda la praxis del Che, y que está muy alejada de las concepciones que lo recuerdan como un idealista o un romántico.

Creo, pues, que si algo hizo convertirse al Che en una especie de manifiesto de carne y hueso, eso fue esta pasión consciente que lo caracterizó. Fue ésta la que lo llevó a recorrer América Latina en motocicleta y que, más tarde, lo llevaría a México, donde se entrenó junto con Fidel y sus hombres para liberar a Cuba del yugo imperialista. Más tarde sería la misma pasión, quizá ahora más formada, la que seguiría guiando al Che, pues una vez ganada la primera etapa de la revolución, y aunque estaba encargado de diversas tareas burocráticas, jamás rehuyó de las faenas. Es sabido que por aquel entonces pasó largas temporadas cortando caña con los campesinos en Cuba: una modesta acción que quedaría impresa por siempre en la memoria de los cubanos, flotando con cariño en el imaginario colectivo. La misma pasión que lo movió a ello lo llevó también a devorar cuanto libro podía, pues entendía que conformarse sólo con lo que ya sabía no era una opción, como tampoco lo era una militancia pragmática, basada en el puro arrojo.

Así, me parece evidente que el Che no mantuvo sus posiciones políticas y sus férreas convicciones sólo a partir de autonombrarse como “marxista-leninista” o “revolucionario”. Era un dirigente, sí: pero eso jamás lo hizo caer en el conformismo. Quizá sabía, como si hubiese delirado en el desierto con Antoine de Saint-Exupéry, que los espejismos también se inventan. E inventar espejismos es muy peligroso. Por eso tenía recelo a las etiquetas vacías, al engaño de las autoproclamaciones, y a la deshonestidad inherente que implica la hipostación de cualquier identidad. Más aún cuando ésta es justificada por una pasión mezquina...

Por eso el Che nunca paró. Sólo así podía mantenerse fiel a sí mismo y a su praxis. Por eso se fue de Cuba ―cosa que no fue, como se le adjudica, un acto inconsciente o irresponsable―, y por eso lo mataron cobardemente en Bolivia. Sus actos no fueron el anhelo de quien busca convertirse en un mártir, ni mucho menos un arranque de fiebre revolucionaria. Era simplemente que en esas acciones se jugaba la fidelidad y la verdad. Quien pase esto por alto no sólo no conoce al Che, sino que lo fetichiza tanto como esencializa la revolución.

Actualizando al Che: ¿por dónde empezar? Dicho esto, creo que una de las tareas más urgentes en torno a esta mítica figura que es el Che es la de rescatar los aportes teóricos que realizó. El militante argentino Néstor Kohan lo ha entendido a la perfección, y su obra constituye hoy en día uno de los aportes más importantes para dejar atrás las visiones heroicas y románticas del Che. No obstante, la tarea de actualizar al Che no está ni mucho menos concluida. La pasión de las que hablé en un principio, por ejemplo, resulta un tema sobre el cual escasean las definiciones fecundas en relación a la política o a la praxis del Che (lo que saca a relucir que sigue siendo un hombre anacrónico, adelantado no sólo a sus tiempos, sino a los nuestros). Y sin embargo, repensar el lugar de sus razonadas pasiones resulta fundamental, pues éstas son la argamasa para construir otra sociedad.

Creo por ello que actualizar al Che es una tarea que comienza por la de no confundir el tipo de pasión que expresó con el desenfreno voluntarista, ni con una suerte de autorrealización nihilista a partir de la satisfacción de "estar del lado de los explotados". Es como una "primera lección", si se quiere. Porque si algo nos enseña el Che profundo es que ser revolucionario no es una identidad al servicio de nuestro ego. Es, más bien, un compromiso de por vida que, precisamente por ello, requiere del despliegue de una pasión consciente que nos mantenga activos y evite que se apague nuestra luz. Y sin embargo, igual de importante es que sepamos cuándo esa luz no debe brillar con tanto candor. Parafraseando a Adolfo Sánchez Vázquez, la revolución no es algo que siempre reclame un tono heroico. Y eso el Che lo sabía muy bien.

Entonces, procedamos a actualizar al Che y a comprender, de una vez por todas, que el asumirse de izquierda o revolucionarix es una decisión que jamás puede basarse en la construcción de una identidad ilusoria, sustentada en conformismos. Es una cuestión de principios, pues nos encontramos en una época de hiperindividualización que nos reclama menos protagonismo y mucha más fidelidad a nosotros mismos. Partir de aquí nos reclama reflexionar más sobre el verdadero significado de aquella fórmula zapatista que jamás perderá vigencia: el “mandar obedeciendo”, o la capacidad de cambiar de puesto. Porque autoproclamarnos revolucionarios, marxistas o de izquierda sin tener la legitimidad para ello es un hábito aberrante, que nos coloca sólo en el papel de los mandamases y nunca en el de aquellos que obedecen. Esto nos deja sumidos en un medievo intelectual y nos postra en la inacción. Es, en palabras de un querido maestro, una forma de privatizar las ideas, de monopolizar las herencias y de colonizar las tradiciones. Se trata de un hábito muy capitalista aquel de creerse “un elegido” o un “iluminado” que ostenta la verdad absoluta.

El Che no caía en estos lugares comunes. Tenía la legitimidad como para arrogarse el título del mayor revolucionario del siglo XX aunque éste aún no hubiese concluido, pero no lo hacía, como tantos sí lo hacen hoy. En cambio, en su carta de despedida a Fidel –y a Cuba–, el Che dijo simplemente: “otras tierras del mundo reclaman el concurso de mis modestos esfuerzos”. Y entonces se fue.

¿Y nosotros? Nos enfrascamos en mezquinas peleas entre grupúsculos sin legitimidad que no hacen nada por salir de su aislamiento social. O nos peleamos entre individuos que no somos nada porque, francamente, no queremos ser nada que implique un esfuerzo mayor. Pero quizá el quid de la cuestión resida en que no queremos ser nada que no realice nuestra estrecha visión del mundo, o que no nos proyecte como los más iluminados sujetos. Y por eso nos gusta mantener este estado de cosas con nuestra praxis, que es infiel a nosotros mismos y por eso se nos termina rebelando. Porque, admitámoslo: en el fondo no queremos que las cosas cambien, ni que nadie se instruya, ya que de eso depende que sigamos siendo las despreciables y mezquinas personas que somos.

En todo esto se ha diluido el tipo de pasión que el Che nos legó como inspirador ejemplo. Si acaso sólo ha quedado un remedo de pasión: una pseudo-pasión que justifica actitudes dogmáticas. Y así nos hemos quedado, como náufragos en un mar de delirios de grandeza, omitiendo lo que Paco Ignacio Taibo II ―un hombre que, seguramente, tampoco conoce al Che― nos recuerda al final de la extensa biografía que decidió hacer sobre este hombre imprescindible:

“El Che nos vigila. Más allá de toda parafernalia, retorna. En la era de naufragios, es nuestro santo laico. Más de 45 años después de su muerte, su imagen cruza las generaciones. Su mito pasa correteando en medio de los delirios: los delirios de grandeza del neoliberalismo. Irreverente, burlón, terco, moralmente terco. Inolvidable.”

Ese mito es al que debemos desmitificar y reactualizar. Si no conociéndolo, por lo menos sí siendo más fieles a nuestras convicciones de lo que somos hoy.

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