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  • Sandra Vanina Celis

Tras la huella: ¿qué nos enseñó la caravana hondureña sobre migración y racismo?

La caravana migrante hizo germinar solidaridad y muestras de apoyo en amplios sectores de la sociedad. Pero también provocó reacciones racistas, sobre todo en las redes sociales. Una gran parte de la población, sectores de clase media pero también populares, reprodujeron un abierto repudio ante los “invasores”. Algunos de estos individuos son, probablemente, los mismos que salieron a solidarizarse tras el terremoto, o los mismos que marcharon por los 43 y gritaron “¡Fue el Estado!”.

¿Cómo puede explicarse que esa misma gente sea la que omitió o hasta legitimó la brutal represión del Estado mexicano a los hermanos migrantes?

Tales antagonismos no pueden pensarse como fortuitos. Son las contradicciones de la globalización neoliberal, y la reestructuración que en ésta han tenido las formas de acumulación de capital y las formas de dominación. Éstas se expresan en múltiples formas de violencia en el metabolismo social, que llegan a desatar, incluso, portentosas disputas entre las clases populares. A decir de Pablo González Casanova:

"La política globalizadora y neoliberal de las grandes empresas y los grandes complejos político-militares tiende a una integración de la colonización inter, intra y transnacional. Esa combinación le permite aumentar su dominación mundial de los mercados y los trabajadores, así como controlar en su favor los procesos de distribución del excedente en el interior de cada país, en las relaciones de un país con otro, y en los flujos de las grandes empresas trasnacionales."

Pero la globalización no es nueva: sólo ha cambiado

La globalización es un elemento inseparable del modo de producción capitalista. Por eso, en el Manifiesto Comunista se llamó a los trabajadores a internacionalizar sus luchas, empatándolas programáticamente para conquistar el socialismo a nivel mundial. Pero a lo largo del siglo XX la lucha de clases se encarnizó: tras las diversas revoluciones socialistas, pero también tras las recurrentes crisis del capitalismo, se hizo patente la necesidad de impedir que los trabajadores –y las revoluciones con ellos– salieran de las prisiones nacionales. A no ser, por supuesto, que fuera de manera controlada y pactada, como cuando se implementó el Programa Bracero entre México y Estados Unidos (EUA). Pero desde comienzos del siglo XXI, la seguridad en las prisiones nacionales ha sido reforzada de una manera insólita y sin precedentes: la fuga se ha vuelto una auténtica misión de vida o muerte, pues contener el tránsito de los trabajadores se volvió clave sobre todo para la hegemonía estadounidense neoliberal.

Esta dinámica ha sido útil a sus nuevas necesidades de acumulación: para muestra basta la astronómica cantidad de dinero que circula por las remesas de EUA hacia México. Por ello, las clases políticas de los países hegemónicos y dependientes, en alianza con los capitales trasnacionales y financieros, han puesto una serie de obstáculos a los trabajadores en las fronteras. No sólo vallas o muros, sino todo un mecanismo jurídico y político-militar que sirve para controlar el flujo de la fuerza de trabajo –o para mantenerla amenazada una vez que llegue al país en cuestión–. A su vez, esta dinámica sirve a las nuevas necesidades de las clases políticas hegemónicas, ya que su proyecto de dominación implicó un vaciamiento de la democracia de tal magnitud que necesitaron nuevas formas de garantizar el consenso. Una de ellas fue la creación de “enemigos internos”, lo cual no sólo ha tensado las relaciones internacionales, sino que ha sido la justificación a partir de la cual desatar guerras. Por eso que el Mediterráneo se volvió una fosa común en los últimos años, y la cuestión de los refugiados en esa zona es ya una crisis estridente.

Así que la migración no es un “malfuncionamiento del sistema”, sino un elemento inherente a su dinámica, que en el neoliberalismo se expresa de maneras muy concretas. Teniendo la migración este papel se explica el hecho de la complicidad del Estado mexicano con EUA para deportar migrantes centroamericanos a partir del llamado Plan Frontera Sur, pactado (ni siquiera realmente firmado) en 2014. A raíz de éste, y tan sólo de enero a mayo de 2018, el Estado mexicano deportó a más de 40 mil migrantes, ayudando así al gobierno de Trump. Y es que lo único que le interesa a EUA de países como Honduras son algunas de sus mercancías, como el aceite de palma y la coca, las cuales, paradójicamente, tienen más libertad que los seres humanos que las producen.

Pero, ¿por qué tanto racismo?

Así como la represión del Estado a los migrantes no es una situación inédita, también se puede asegurar que el racismo jamás surge de manera espontánea. Se trata en realidad de un código de conducta que corporiza las confrontaciones culturales, étnicas y de clase que han existido por siglos, y que tiene una función de dominación.

En México el racismo es incomprensible si no se liga a la historia: a los brutales sistemas de castas que sostenían la lógica de explotación y dominación en la colonia, y al hecho de que las mayorías (indígenas, pero también negros, mujeres, trabajadores pobres y campesinos) fueron sistemáticamente expulsados del Estado. Las relaciones de dominación y explotación de una minoría europea o criolla sobre una mayoría indígena o “mestiza” se perpetuaron, así como un racismo (sentimiento de superioridad a partir de un determinismo biológico), que surgió fundamentalmente de estas relaciones y de las divisiones sociales de todo tipo. Esto sin olvidar que el querer “mejorar la raza” no es sólo una inocente idea, sino todo un proyecto civilizatorio evolucionista que fue defendido desde el porfiriato y que en gran medida lo justificó.

No es que de pronto la gente se hizo racista en México...

Ni tampoco que el racismo sea producido y reproducido sólo por los sujetos. El racismo es fundamentalmente producto de la dominación política, pero como tal tiende a socializarse. A decir de González Casanova, se trata de una mediación, refuncionalizada e inducida a partir de políticas de marginación, exclusión y eliminación de las poblaciones más vulnerables, a las cuales el neoliberalismo les permite sobrevivir sólo a partir de donativos y acciones humanitarias.

Debemos ver a la caravana hondureña más allá del tabú. No se trata solamente de una crisis humanitaria; es síntoma de un conflicto político de magnitudes aún no del todo conocidas y de las crecientes contradicciones de la globalización neoliberal. Por eso, la caravana ha logrado politizar en México el conflicto de la migración: ha demostrado que las distintas formas del colonialismo, que las intervenciones de EUA y las nuevas formas de acumulación y dominación están erosionando la vida con una potencia nunca vista. Y ha traído a colación el tema del racismo, lo que necesariamente nos debe poner a pensar cómo luchar contra él sin caer en argumentos moralizantes de tipo liberal-humanistas.

Es urgente seguir ampliando la brecha de politización abierta por la caravana migrante. Seguir sus huellas y combatir el racismo y la discriminación de raíz: con formación, información y educación para visibilizar las matrices de los conflictos migratorios y del racismo, para así atisbar colectivamente soluciones al mismo que vayan más allá de políticas migratorias subordinadas a los intereses hegemónicos, o sólo concentradas en la cuestión de los derechos humanos.

Fotografías: Carlo Echegoyen

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