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  • Dulce María Perea

No somos tan diferentes como creíamos


Veinte años después, buena parte de los que fuimos, seguimos vivos. Otros se agotaron, muchos se pudrieron. La mayoría no acumuló más derrotas en la vida que las que les impusieron. Derrotas, un chingo, pero bastantes pocas rendiciones. El 68 no dio ese combustible de resistencia y terquedad que marcó al conjunto del movimiento, nos dio un sentido de lugar, una “noción de patria” óseamente encarnada.

-Paco Ignacio Taibo II [1]

68

Mismo mes, 50 años después. Las universidades organizan coloquios y eventos internacionales, se re editan libros, las instituciones conmemoran nombres que no les significan nada en lo absoluto; en los edificios se vislumbra la famosa tipografía de aquel año olímpico, se estrenan series de TV producidas por cadenas americanas. El mito una vez más toca la puerta. Y junto con él, el recuerdo borroso de lo que alguna vez fue la generación del 68.

Jóvenes de entre 15 y 25 años. Amantes del rock británico, de la literatura latinoamericana, de los cigarrillos y los esquites, de la ropa afrancesada y del futbol dominguero. Aquellos que a través de bazucazos aprendieron que si se rebelaban, el gobierno los mataba.

Que los barrios durante los brigadeos acogen cálidamente, que bailar con las señoras es otra forma de ser revolucionarios y que la fruta donada de los mercados es la más sabrosa. Muchos de ellos ya se fueron, o se metieron dentro de una roca, ya ni los reconocemos detrás de tantas arrugas y cabellos blancos. Son señores y señoras lejanas, cristalizados en el Tlatelolco del 2 de Octubre. O eso es lo que nos han querido vender.

¿Quiénes somos los millennials?

Nosotros le seguimos a la generación huelguista, nacimos a finales de los ochentas y durante los noventas, en pleno ascenso del neoliberalismo en México. No conocimos otra situación que no fuese la de la crisis económica: palabras como devaluación e inflación nos fueron cotidianas a lo largo de nuestras vidas. Con esfuerzo nuestros padres nos enviaron a la universidad, muchos de nosotros fuimos la primera o segunda generación de nuestras familias en acabar una carrera universitaria.

A nosotros ya no nos espantaron los divorcios de nuestros padres, y las madres solteras se convirtieron en la regla y no la excepción. Paradójicamente, a diferencia de nuestros padres: ya no contamos con seguro social, ni con pensiones, ni con acceso a una vivienda propia. Nuestra educación no asegura un trabajo fijo ni mucho menos un salario digno.

Estamos muy globalizados. Nuestro lenguaje se compone de unas cuantas palabras en inglés, fenómeno que hasta hace poco únicamente era común en los estados fronterizos.

Nuestro humor negro corporizado en memes y chistes baratos transpira desesperanza. Las tasas de suicidio, trastornos alimenticios, trastornos por ansiedad y depresión en la juventud mexicana van en ascenso. El trabajo duro ya no nos seduce. Entre el nihilismo y la visceralidad caminamos torpemente a través de una realidad tremendamente dura. No nos la tomamos demasiado en serio. Hasta que nos reprimen, nos matan, nos violan o nos desaparecen.

Entonces nos detenemos en seco y crece en nosotros una enorme capacidad para organizarnos. la solidaridad se concretiza en movimientos de miles, en gritos, cantos, murales y lágrimas que son iluminadas por veladoras silenciosas. #YoSoy132, Ayotzinapa, las muertas del Edomex, el anti-porrismo. Nos nace una rabia incontrolable, una indignación profunda, nos caen los veintes. Como no tenemos nada a la mano, nos valemos de los métodos del movimiento estudiantil, reproducimos hasta los mismos jodidos vicios: el sectarismo, la arrogancia, el ensimismamiento. Salimos a la calle y nos desconcierta la solidaridad de esos otros que no conocemos, pero que ahí están, en las banquetas durante las marchas, mirándonos fijamente con el puño levantado. Rogando por que seamos mejores que ellos, o al menos igual de solidarios, creativos y valientes. Eso sí, menos inocentes.

Los millennials somos una generación destetada de la tierra que pisamos, analfabetas históricos por decir poco. No obstante, más tarde que temprano la realidad siempre nos alcanza. Nos alcanza nuestro color de piel, el autoritarismo descarado, los paisajes repletos de cruces rosas, la mirada de nuestros desaparecidos, el llanto de sus madres.

Nos recuerda, como a aquella histórica generación del 68, que no podemos luchar desde las alturas; que si queremos ganar —por que las derrotas en el neoliberalismo son la muerte— debemos ser pueblo, a nuestra manera, pero serlo. Apropiarnos de un dolor más grande que el nuestro, reconocernos en la memoria colectiva y darnos cuenta de que no somos tan diferentes como creíamos.

[1]Taibo II, Paco Ignacio (1991) 68, Booket, Ciudad de México, pp. 118

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