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  • Enrique Sandoval

Walter Benjamin: estética militante vs. conciencia de clase


''El arte no reproduce lo visible. Lo hace visible”

Paul Klee

“Oratoria es el arte de tratar un asunto del entendimiento

como un libre juego de la imaginación;

poesía es el arte de conducir un libre juego de la imaginación

como un asunto del entendimiento”

Kant

Es muy probable que desde la Ideología alemana pueda rastrearse el lastre conceptual referido a la conciencia invertida o falsa conciencia que únicamente tiene su contrario absoluto en la así llamada conciencia de clase. En algunos textos de Lenin la conciencia de clase es inyectada desde el exterior como lucha contra el reformismo romántico tipo Berstein o Kautsky. Es probable Stalin haya sido el único que conscientemente llevó a la cima esta fórmula con la famosísima expresión “correas de trasmisión del partido”. Más adelante en Althusser este malentendido es coronado teóricamente con la escisión ciencia/ideología que recorre toda su obra. Incluso el propio Žižek asume que el psicoanálisis lacaniano tiene una función parecida a la ciencia marxista en tanto que arrebata el goce del síntoma del paciente que evita descubrir su objeto-a. Curiosamente hay algo singular en todas estas perspectivas: presuponen un mundo material que es percibido con las ideas. Si la enajenación es igual a la falta de información, la conciencia invertida, la mentira, la articulación inadecuada de ideas, la falta de teoría, etc., entonces la conciencia de clase (científica y metódica) autoriza a los intelectuales marxistas a pensar que el pueblo ha sido engañado. Algo muy similar ha sucedido con Platón al insinuar que su maestro fue asesinado por la doxa popular que “legítimamente” le condenó a beber la cicuta. Tal vez, detrás de la teoría de la falsa conciencia se esconda un odio profundo al pueblo. ¿Y si este síntoma fue heredado al marxismo en la forma de un tumor maligno? De cualquier manera, al menos Platón nos ha provocado una profunda tristeza en las últimas páginas de la Apología.


Probablemente Walter Benjamin sea uno de los pocos marxistas que logró extirparse este tumor para romper radicalmente con la molesta raíz ilustrada del marxismo: Sapere aude. De entre sus textos, hay uno en el que se plantea directamente la crítica de la relación entre los productores (podríamos decir intelectuales) y los consumidores (que en realidad también son productores si seguimos la línea de los Grundrisse). En El autor como productor, Benjamin se pregunta si la producción artística debe subordinarse a los virajes y estrategias políticas del partido para alcanzar un estatus de “arte revolucionario”, ¿o acaso la producción artística debe restringirse a su ámbito estético aunque ello implique el riesgo de elaborar un arte “de derecha”? Estas cuestiones se han presentado una y otra vez a lo largo de la historia del marxismo. Sus resoluciones, sin embargo, tal vez han sido menos diversas. En el transcurso del siglo XX las “revoluciones socialistas” auspiciadas por la URSS han tendido a resolver este problema de manera muy sencilla: el contenido y las formas del arte deben subordinarse a los mandatos políticos, pues la transición hacia un nuevo orden requiere de todos los instrumentos propagandísticos disponibles. Sin dudas aquí se parte de la teoría de la falsa conciencia. La palabra “propaganda” lo evidencia. Pero, ¿qué tal si toda propaganda es de derecha? ¿Qué tal si la verdad se vuelve mentira al transformarse en propaganda? ¿Qué tal si nosotros mismos somos profundamente de derecha?



El aburrido realismo socialista


Como es sabido, en el ámbito de la estética el realismo socialista se impuso como corriente artística cuyo propósito era “expandir el conocimiento de los problemas sociales” articulados a la tortuosa transición socialista en la URSS y otros países acordes con la política soviética. El arte era visto aquí como un mensajero de contenidos precisos. No es casual que el impresionismo, el surrealismo, el cubismo y hasta el dadaísmo, fueran corrientes artísticas sospechosas, “subjetivas”, y ajenas a los contenidos que previamente estaban definidos para el naciente arte de la URSS. Esto llegó a su clímax en 1932, cuando Stalin promulgó un decreto de reconstrucción de las organizaciones literarias y artísticas, que en verdad era un eufemismo para condenar a todo arte que, por su contenido, no difundiera las ideas “socialistas”. Es cierto que ello no impidió que se promovieran obras, autores y géneros del siglo XIX ajenos a dicha corriente, pero el clima hostil hacia estos artistas se perpetuó hasta la disolución oficial de este régimen.


El realismo socialista podría tener a su favor un punto en relación a la masificación artística y hasta democrática en torno a “sacar el arte de los museos y llevarlo a las calles”. Pero este objetivo estaba subordinado a otro: educar al pueblo en las miras y el significado de lo que se entendía por “socialismo”. Lo importante era mostrar la realidad científica, “la realidad misma”, y por eso el arte no tenía otra meta que representar la realidad del trabajador. Esta fórmula presupone que el pueblo no puede educarse por sí mismo, sino que hay que dirigirlo, bajar a su nivel cultural y adecuar los progresos efectuados a este mismo nivel alcanzado. Para esto se traza el contenido del mensaje pero también un recipiente estético adecuado para ser “claros”.


Ahora bien, con la subida del fascismo al poder la valoración del realismo socialista se complicaría aún más. Para muchos era una verdadera sorpresa que después de los gloriosos acontecimientos revolucionarios rusos de 1917 se viniera desarrollando rápidamente la contraofensiva autoritaria en países como Alemania e Italia. Aquella política sectaria de clase contra clase adoptada en el Sexto congreso sería reemplaza por el frentepopulismo de 1935. Para muchos, el nazi-fascismo era un peligro tan inminente que incluso debía plantearse la posibilidad de alianza con los sectores más progresistas de la burguesía. En este contexto era muy fácil extraviarse en el reformismo conservador que, una vez más, conducía al principio del realismo socialista. En términos estéticos la discusión se planteaba así: ¿cómo pueden contribuir los artistas a la lucha antifascista?


¿Desertar estéticamente del stalinismo?


El texto de El autor como productor es un ensayo leído en abril de 1934 en el Instituto para el Estudio del Fascismo que los inmigrantes alemanes habían fundado en París tras las persecuciones nacionalsocialistas. El propósito era elaborar investigaciones de las estructuras del fascismo para desarrollar aportaciones artísticas y contribuir al combate contra ese proceso autoritario. En este contexto se sabe que Benjamin no se limitaba a entablar relaciones “académicas” con los artistas, sino que era muy cercano a la trama productiva de literatos y músicos con los que incluso mantenía profundos lazos de amistad. Frente a desesperadas interrogantes de los artistas, Benjamin afirma un posición contundente: el criterio de calidad política de la obra de arte se mide por la capacidad que ella misma tiene para mostrar los problemas técnicos que la historia de su oficio plantea en relación a los inminentes cambios radicales del devenir histórico mismo.


En la pintura, el realismo socialista tiende a plasmar los caracteres, rasgos bien definidos, arrugas, cansancio, la satisfacción, las expresiones de gloria, etc. Todo esto se elabora bajo estilos sobrios que tienden a imitar la realidad en términos de trazos, sombras y matices. Sin embargo, al pintar a las personas directamente se tiende a marginar u ocultar las relaciones entre las mismas. La plusvalía, por ejemplo, no es la ganancia de los capitalistas representada en dinero, sino que es el resultado dinámico de una relación de explotación que ciertamente se halla como por detrás de las personas, pero que se realiza a través de ellas. Ello no puede ser percibido si ponemos enfrente de nosotros, a manera de copia, a los capitalistas y a los obreros individuales, sino que hace falta distanciarnos de lo evidente: y para ello se requiere evitar el realismo [1]. Este distanciamiento de “la realidad evidente” (pseudoconcreta como diría Kosík) sirve para para poner la mirada perdida al frente: nos da una visión general menos singular pero más panorámica (los fotógrafos saben esto). En El capital este extrañamiento o mirada perdida se puede observar desde la teoría del valor. Paradógicamente, el extrañamiento o distanciamiento sirve para activar los sentidos y percibir de otra forma a la realidad. En la comida japonesa el papel del jengibre tiene esta función: el extrañamiento no siempre es agradable, pero sirve para purgar los sentidos. Nietzsche también expresa esta curiosa idea en el aforismo 98 de El caminante y su sombra: “El pan neutraliza el sabor de los demás alimentos, lo borra y por eso figura en todas las comidas. En toda obra de arte se requiere algo así como el pan, para que pueda producir efectos diferentes, efectos que si se sucedieran de un modo inmediato, sin descansar ni un momento, cansarían pronto y producirían náuseas, lo que impediría un largo banquete de arte.” Claro que para el occidente no burgués el pan ha servido más bien para llenar el estómago.


Nadie puede comer jengibre


Al realismo socialista no le importan los sentidos. Es más: contribuye a su destrucción. Al intelecto le interesa ir al museo, pero los sentidos piden a gritos escapar. Benjamin sabe muy bien que el capitalismo desarrolla una relación de sometimiento político que incluye la represión o destrucción de los sentidos humanos. Para Marx, por ejemplo:


no sólo los cinco sentidos, sino también los llamados sentidos espirituales, los sentidos prácticos (voluntad, amor, etc.), en una palabra, el sentido humano, la humanidad de los sentidos, se constituyen únicamente mediante la existencia de su objeto, mediante la naturaleza humanizada. La formación de los cinco sentidos es un trabajo de toda la historia universal hasta nuestros días [2].


En el capitalismo los seres humanos se apropian del objeto de sus sentidos sólo en tanto que constituye un objeto de propiedad privada: en tanto que es tenido, poseído o gozado inmediatamente de manera individualista. En lugar del desarrollo de todos los sentido físicos y espirituales, aparece la simple enajenación del tener y con ello la enajenación de los sentidos. Como dice Marx “la más bella música no tiene sentido alguno para el oído no musical.”[3] El sentido que es presa de la grosera necesidad práctica sólo tiene un sentido limitado: el de la propiedad. Para el hombre que muere de hambre no existe la forma humana de la comida, sino la existencia abstracta de la comida que bien podría presentarse en su forma más grosera tal que incluso haría imposible distinguir esta actividad para alimentarse de la actividad animal para alimentarse. Existe aquí una doble destrucción respecto del consumo sensible o estético del ser humano: sus objetos o necesidades son reducidas y por eso él mismo es limitado para percibir estéticamente. De la misma manara, al ampliarse sistemáticamente el proceso de valorización del valor, el sujeto carga con enormes preocupaciones que le arrancan de los sentidos para los más bellos espectáculos. La belleza peculiar de algunos valores de uso es reducida a su puro valor comercial, pero ello no sólo es un proceso de enajenación teórica, sino de enajenación estética: de sí mismo y de sus objetos. En los regímenes más represivos (y aquí indicaremos este concepto como un “significante flotante”) es justamente esta capacidad estética (percepción de la realidad intelectual y sensible) la que es reprimida y atrofiada de las maneras más delirantes.


El artista no es nada más que un sucio y maleducado obrero


Para Benjamin el artista jamás puede abstraerse de la tradición particular de su disciplina y de los resultados técnicos y productivos previamente logrados que posibilitan la generación de su producto que integra la historia técnico-material de su oficio. Presentar el producto como “único” es en verdad refuncionalizar el sistema de fetichización creacionista del capitalismo. De ahí que firmar las obras (sobre todo en la pintura) como algo propio de un sólo sujeto “creativo”, sea algo propio de la época del individualismo burgués (aún vigente) donde el arte pretende distinguirse del sucio trabajo. Más allá de estas mixtificaciones, el artista siempre es un productor en el sentido descrito por Marx en el capítulo V de El capital, es decir, un trabajador que necesita de la tradición, de los medios de producción y del conocimiento para generar un producto del trabajo. Por otra parte, el productor artístico produce siempre en un circuito de producción-consumo que constantemente tiende a valorizar al capital. El arte no es entonces un espacio ajeno a la lógica del individualismo, la enajenación o la fetichización. La técnica estética hegemónica del capitalismo consiste en la extinción crítica del espectador: la empatía que se sobrepone a la capacidad de autoentendimiento, y que a lo mucho provocará una breve solidaridad romántica ajena a toda perspectiva de autocrítica y de comprensión del lugar que uno tiene en el sistema capitalista. Bajo la perspectiva capitalista es sospechosa toda forma de producción y consumo estético que exceda este contorno técnico previamente establecido. Los artistas u obras que tienden a “desarrollarse” en el capitalismo son potenciados bajo la forma del esteticismo acrítico; mientras que los artistas u obras críticas tienden a ser marginados sistemáticamente. Por eso es que en el ámbito artístico también existe la explotación.


Tal vez un buen artista sea aquel que en su ámbito recupera esa subjetividad (de producción y consumo) que ha destruido el capitalismo, es decir, crea nuevas formas de producción técnica más allá de las que conviven armónicamente con el capitalismo[4]. Deberá tener autoconciencia de su situación de explotación (incluso de empresario de sí mismo) y por eso es que lucha con el proletariado moderno, pero no como intelectual que inserta externamente la conciencia de clase y una pretendida “dirección consciente”, sino que lucha hombro a hombro con los otros productores, pues su objetivo es lograr un conciencia colectiva crítica que permita producir procesos de transformación revolucionaria. La única manera de recuperar esa sensibilidad destruida por el capitalismo, es mediante un proceso revolucionario.


Percepción crítica como sustitución de la conciencia de clase


Se trata de no hacer una diferencia taxativa entre arte y política, entre el plano sensitivo y el reflexivo. No es necesario tener una formación académica de larga data para experimentar estéticamente una obra de arte. De hecho, en muchos casos esa formación académica, universitaria, ilustrada o racional, llega a deformar la percepción de la realidad. En cambio, puede ser que por vía de la estética experimentemos la realidad críticamente. Gran parte del arte suspende la razón como ideología, y abre la puerta para percibir (indirectamente) la realidad tal cual es. Como dice Benjamin, en los momentos de distracción (suspensión temporal de la racionalidad) puede percibirse esta concreción. La percepción crítica, y es aquí donde se manifiesta la calidad del artista, es una forma de acercarse indirectamente a la realidad porque no expresa de manera racional el tema que trata, sino que carga su atención en la forma estética para evitar todos esos mecanismos internos que bloquean nuestro contacto con la propia realidad. Por ejemplo, es más radical y revolucionario expresar el genocidio estéticamente (como lo hace Claude Lanzmann), que directamente, con un mensaje claro, racional y en forma de sermón monogŕafico. Para Benjamin lo revolucionario se halla en la masificación democrática de aquello que revive los sentidos e implica una transformación de las formas de producción estética para pensar en la cabeza de los otros.


¿Cómo transformar un modo de producción artístico?


La técnica artística es parte interna de los medios de producción desarrollados en la historia moderna, entonces es pertinente preguntar: ¿cuál es la posición de una obra artística dentro de las relaciones sociales de producción? El proceso técnico de producción artística puede ser un progreso o retroceso respecto de las relaciones perpetradas en su consumidor: hacerlo un mero receptor o un participante crítico de su propio mundo. En La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Benjamin conceptúa al cine como una forma de producción artística altamente democrática hasta el grado de suprimir casi por completo el impuso elitista presente en otros oficios artísticos. La reproductibilidad técnica potencia la masificación de artistas, productores y consumidores (todos ellos sustituibles). Con la masificación del cine es más fácil lograr que el espectador perciba estéticamente su papel en el sistema capitalista. Por ejemplo, la risa provocada por Chaplin no se remite al sano entretenimiento, sino que configura un proceso de falta de respeto por lo otro (el proceso productivo) donde uno mismo está incluido. La autocomprensión indirecta por medio de la risa, dentro la comunidad espontánea en la sala de cine, es posiblemente subversiva y amenazadora para los capitalistas.


Si el productor no logra ser consciente de la subsunción formal y real de la técnica artística al capitalismo, entonces la forma de su producto tenderá a reproducir internamente esas características de represión estética (y por tanto política). Puede que un artista intente plasmar contenidos o discursos revolucionarios por medio de su obra, pero al no cuestionar la técnica utilizada su producto puede volverse reaccionario. Si en una obra artística el sentido técnico no se halla cifrado en una forma democrática, sin aura y superadora de las antiguas formas de producción estética, entonces no podremos hablar de obras revolucionarias. No se trata, como diría Brecht, de abastecer la producción (informar por informar), sino de que ese abastecimiento debe ser más bien transformación de los medios de producción mismos: de los materiales, de las técnicas y de las formas de las relaciones sociales de producción. En el producto, finalmente, también se plasman las funciones de las relaciones sociales de producción, es decir: ¿el producto artístico es un producto de consumo y de distracción para las élites, o más bien invita al extrañamiento, a crear nuevas tendencias y producir nuevos productores?


Toda propaganda es capitalista


Los productos de los artistas revolucionarios deben poseer una función operativa-organizadora, “y sus posibilidades de ser empleados como elementos organizativos no deben limitarse de ninguna manera al plano propagandístico.”[5] No se trata de difundir una verdad prefabricada por los medios ya establecidos. Más que el contenido reflexivo preciso, lo importante es la reflexión en sí que uno elabora como sujeto. Las obras revolucionarias no dicen lo que debe hacerse, sino que intentan ejemplificar tal cual lo hace el productor artístico en relación a la transformación de la técnica específica de su oficio. Según Benjamin, un modelo de esto sería al famoso teatro épico de Brecht. Aquí la premisa fundamental es la generación de un distanciamiento entre el público y la obra artística. No pretende imitar a la realidad, sino que muestra las ambigüedades de los personajes, extingue las moralejas o mensajes, trabaja con escenarios repletos de “errores técnicos” y evita que el público se identifique con los personajes. Para Brecht los sentimientos son menos importantes que el posicionamiento crítico apuntalado por el extrañamiento respecto del ritmo progresista y enajenante de la vida moderna. El extrañamiento es un freno de mano respecto de la enajenación, y por ello fuerza al espectador a tomar posición crítica a partir de la relación que él mismo establece entre determinada situación representada y su vida cotidiana.


Benjamin no elabora una separación entre la tendencia (el contenido) y la forma estética, sino que la tendencia artística correcta incluye una forma estética correcta. La estética y la política no pueden separarse. Intentar desenganchar estas instancias lleva a dos extremos peligrosos: la politización abstracta del arte (el realismo socialista) y el esteticismo sublimador cuyo lema es “todo en el mundo, hasta la miseria o la guerra, es hermoso” (el futurismo fascista).


Conclusiones prefabricadas


Es muy probable que traicionemos las indicaciones de Benjamin si intentamos extraer conclusiones precisas sobre los temas que venimos desarrollando aquí. Tal vez sería más útil lanzar preguntas al aire. Como las balas de una escopeta, probablemente alguna pueda dar en en el blanco: ¿nuestras formas de comunicación política, es decir, nuestros medios de comunicación políticos, tienen algún valor estético que aliente la interacción entre productores y consumidores? ¿Las ilustraciones gráficas de nuestros medios de comunicación tienen un lenguaje propio o son un apéndice de las ideas? ¿Esas gráficas contribuyen a la inmovilización o la participación política? ¿Nuestro lenguaje es un puro recipiente para elaborar los importantes balances políticos, o hay alguna otra pretensión? ¿Nuestra formación marxista nos ha constreñido tanto que cualquier figura retórica no es más que una grave confusión? ¿Desconfiamos profundamente de la masificación y de los nuevos medios digitales que nos ofrece el siglo XXI, vale decir, sentimos nostalgia por los viejos periódicos marxistas frente a las formas de socialización que nos ofrece Facebook? ¿Y qué pensamos de los “memes”? ¿Nuestros comunicados son largos sermones monográficos destinados a ser leídos por los reducidos círculos “revolucionarios”? ¿De verdad queremos competir con los grandes medios políticos de la derecha? ¿Qué estamos haciendo para disputar esas formas de comunicación? ¿Qué valor le damos al stencil político y otras formas de expresión artística? ¿Nuestras maneras de formación política privilegian las conceptuales conclusiones prefabricadas o violentan estéticamente al espectador para encaminarlo hacia la crítica? ¿Será que las conferencias son más precisas que los talleres de educación popular? ¿Es más valioso leer un ensayo que una novela? ¿Es preciso que las masas se eduquen al principio con películas y luego los dirigentes con libros? ¿Privilegiamos las obras basadas en hechos reales frente a la literatura? Como decíamos, estas son preguntas al aire. Tal vez algunas sean irrelevantes, tal vez alguna sea crucial para nuestra coyuntura. ¿Quién puede saber esto?



[1] Recordemos las palabras de Marx en el prólogo a la primera edición de El capital: “No pinto de color de rosa, por cierto, las figuras del capitalista y el terrateniente. Pero aquí sólo se trata de personas en la medida en que son la personificación de categorías económicas, portadores de determinadas relaciones e intereses de clase.” Karl Marx, El capital. Crítica de la economía política, México, Siglo veintiuno editores, 2011, p. 8. Vol 1.


[2] Karl Marx, Manuscritos de economía y filosofía, Madrid, Alianza, 2009, p. 146.


[3] Loc. Cit.


[4] Sin embargo, no se trata de la recuperación de una subjetividad auténtica heideggeriana antimoderna y enemiga de la masificación contemporánea.


[5] Walter Benjamin, El autor como productor, México, Itaca, 2004, p. 48.

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