top of page

13 de mayo de 2017.- La intención del presente artículo es desplegar un ejercicio de reivindicación teórica-política en torno a la praxis del dirigente revolucionario Antonio Gramsci. ¡Queremos vivificar históricamente a Antonio Gramsci! Si su vida —y su sangre puesta en tinta— es el diálogo de las necesidades de su mundo, esencialmente (digámoslo para no dar más vueltas) el diálogo del instante con la eternidad —für ewig—, entonces se sedimenta claramente el camino hacia su vindicación. La empresa que proponemos, para intentar brillar ese hilillo entre instante y eternidad, parte de un ejercicio circular: hemos llegado a un consenso colectivo sobre un esbozo del significado histórico-político de nuestra época; pero este resultado, inacabado y dependiente totalmente de las correlaciones de fuerzas sociales, ha sido fruto del uso político en relación a la estrategia de “guerra de posición” en una situación preponderantemente “occidental”. Si la calibración de fuerzas sociales propuesta y sus posibilidades hacia el socialismo resulta ser pertinente, entonces tal vez se abrirá una grieta que nos permitirá descifrar la continuidad del poderío del pensamiento de Gramsci.

 

Creemos que el método utilizado por el dirigente político (no sólo en los cuadernos carcelarios, sino también en la experiencia del Ordine Nuovo) para elaborar la filosofía de la praxis consistió en la traductibilidad de los lenguajes científicos. La filosofía de la praxis —cuyos pilares pueden ser traducidos en la economía ricardiana, el método hegeliano y la política robespieriana— fue la herramienta fundamental con la cual pudo sostener una crítica de la política economicista de la segunda y la tercera internacional (que llevó a la derrota de las clases trabajadoras después de la política de “clase contra clase”). Un economicismo que soslayaba tranquilamente las nuevas relaciones de fuerza abiertas en la crisis orgánica de la Europa posterior a la primera guerra mundial y a la "inactualidad de la revolución rusa", en una situación en donde el dominio imperialista dependía de la capacidad de las clases dominantes de ampliar las funciones político estatales en un sentido extracorporativo. Esta coyuntura señalaba la urgente necesidad de releer la crítica de la economía política como una teoría del poder, capaz de dar cuenta de que en esta situación el dominio de la clase capitalista se decide fundamentalmente en la disputa de lo político entre las clases dominantes y las clases subalternas. Tal vez, si usáramos aquel método gramsciano (y sólo como un método de orientación para nuestros tiempos), podríamos encontrar un reflejo melancólico para nuestra época, una especie de paralelismo histórico entre su tiempo y nuestro tiempo. Por eso es que, más que buscar en Gramsci las respuestas inamovibles y predeterminables a nuestro problema, buscamos encontrar herramientas de ciencia política para vertebrar un balance que, en última instancia —y lo repetiremos por segunda ocasión— dependerá siempre de las relaciones de fuerza sociales. Antes de comenzar elaboremos primero un breve preámbulo.

 

Lanzaremos la hipótesis de que la reivindicación, por parte de Gramsci, de las enseñanzas de Maquiavelo no se reduce a la estrategia del príncipe moderno, pues nosotros creemos que en el tratado de El Príncipe la lección fundamental se halla en la distinción de planos, de carácter analítico, entre ética y política; con la consiguiente afirmación de la autonomía —no absoluta— del ámbito político. Esta distinción —como sostiene Fernández Buey— implica, al menos en Maquiavelo, que la actividad del hombre político ha de ser juzgada por la aptitud o ineptitud de sus propuestas y proyectos en la vida política, esto es, con relativa independencia del juicio que expresemos acerca de la buena o mala fe del individuo. Ello implica que el hombre político no puede ser juzgado por lo que haga o deje de hacer en su vida privada, sino teniendo en cuenta si puede mantener sus compromisos públicos. En este ámbito —piensa Gramsci— hay que juzgar la conformidad de los medios con determinados fines, lo cual no quiere decir que la coherencia política se oponga por principio al ser honesto, como pretenden hacer creer los “maquivélicos”. Al contrario, la honestidad es una condición de la coherencia política, al igual que en la política querer el fin significa también querer los medios. La primera lección que podemos extraer de esto es que la política puede ser considerada una ciencia autónoma, no sólo de la moral y la religión (hasta aquí llega Maquiavelo), sino de las crisis económicas. Entonces, inscrita en el amplio ámbito de las relaciones económicas (aspecto determinante), la política resulta ser el ámbito de lo definitorio, es decir, conserva el momento superior de la totalidad de las relaciones de fuerza sociales. En realidad la política que propone Gramsci es una ciencia en cuanto su objeto se halla bajo la racionalidad de las relaciones de fuerza sociales.

 

Intentando elaborar un ejercicio de “traductibilidad científica” hacia la actualidad, parece ser que la forma actual de hacer política es en realidad una nueva “ética” militante, es decir, la política se trastoca en “ética” cuando: 1) se convierte solamente en un ejercicio de transliteración incomprensible de otras tradiciones de lucha, es decir, el ejercicio lingüístico de transliterar escinde el significado para reivindicar un significante que equivale a drenar el contenido de las relaciones de fuerza; 2) se convierte en un ejercicio tendiente a subvertir perversamente las reglas más básicas de la gramática, como cuando Tristan Tzara indicaba las instrucciones para hacer un poema dadaísta; esto sucede cuando —como dice Gramsci— se ignora el hecho de que "en política el error proviene de una comprensión inexacta del Estado en su sentido amplio: dictadura+hegemonía”. Hace falta resaltar que si existe un “error político” es sólo porque se dispone ya de una ciencia política.

 

Cuando decimos “ciencia política” partimos de la caracterización de la sociedad como un bloque histórico (unidad entre estructura y superestructura) en donde existe siempre un intersticio que limita la idea de la “invulnerabilidad del capitalismo” a partir de su capacidad de reconstitución, pues las fuerzas contratendenciales poseen límites naturales (las contradicciones que brotan de la estructura económica), pero sobre todo: la subversión de la praxis por parte de las clases subalternas. La posibilidad del error en política es algo que se encuentra desde Marx, pasando por Lenin pero, finalmente, exaltado por Gramsci. Pero la “imposibilidad” del error en política puede provenir de dos frentes: 1) del bien conocido economicismo contemporáneo de las épocas de Marx, exaltado por la mayoría de las direcciones de la segunda internacional, y continuado por la IC a partir del congreso sexto de 1928, en donde se cancela la política del Frente Único; 2) de denegar el espacio de confrontación en el terreno nacional entre las clases subalternas y las clases dominantes; es decir, de ignorar el hecho de que el dominio de las clases dominantes se ejerce (en sentido organizativo) desde la sociedad política y la sociedad civil, o (en sentido funcional) como coerción y consenso. El dominio de las clases dominantes es un dominio político: nacional; es decir, se realiza desde un espacio de condensación de un metabolismo social, económico, político e ideológico que sólo puede estatuirse como un sistema hegemónico que, aunque involucra, trasciende la relación económica entre las clases. Frente a estas dos condiciones, el error político no representará solamente un proceso “útil” para la “medición” de las fuerzas sociales entre dos proyectos de bloques históricos, sino que signará de por sí la imposibilidad de “medirse” con el adversario, pues aún no se estatuye en la lucha las coordenadas en las cuales éste nos domina y nos “dirige”. Al contrario, la lucha en estas coordenadas enarbolaría una estrategia que apuntaría a sostener mejores condiciones para nuestras propias luchas —incluso para su universalización—, a partir de la inscripción de nuestras demandas en ese intersticio nacional; es decir, no en el ámbito meramente estatal como toma abstracta del poder (como si la estatalidad fuera un ámbito neutral), pero sí como inscripción de lo popular en las condiciones del ejercicio de la hegemonía. La lucha por lo nacional popular no tiene como referente al estado (en sentido restringido), sino una unidad antiestatal, que echa sus raíces en la reapropiación organizativa e ideológica de su propia historia. Clarifiquemos esto último.

 

Como dice Rivadeo, el dominio de la burguesía no es ejercido precisamente como dominio económico, sino como dominio político en el espacio de lo nacional. Lo nacional no surge como creación ex nihilo del dominio capitalista, pues esto nos llevaría a conceptuar a la nación como una comunidad ilusoria (como una judaica sociedad civil), y así, el dominio se vuelve inmediatamente clasísitico y cosmopólita.[1] Contrario a esta posición, Gramsci afirma que “un grupo social puede e incluso debe ser dirigente ya antes de conquistar el poder gobernante; después, cuando ejerce el poder y aún cuando lo tenga fuertemente en su manos, se vuelve dominante pero debe continuar también siendo dirigente”. En otras palabras, el dominio político de las clases dominantes se mide por su capacidad para articular las contradicciones surgidas entre las clases y los sectores de la formación social. Por ello es que, cuando se despliega el ejercicio de las clases dominantes en el ámbito nacional, se constituye una modalidad de unificación colectiva en la que convergen diversos contenidos, múltiples y contradictorios, bajo la hegemonía de una determinada fracción burguesa. La nacional supone siempre una integración contradictoria de los distintos grupos sociales —bajo la dominación burguesa— producto de incesantes luchas económicas, políticas e ideológicas, que arrojan como resultado diversas configuraciones de relaciones de fuerza, las cuales se materializan en el Estado en sentido ampliado. Sin embargo esta condición parece alejarse hacia una imaginaria nebulosa siempre que se presenta una crisis orgánica: justo lo que sucede en México.

 

Creemos que, por lo menos en los últimos 30 años, el estadio actual de la lucha de clases (como lucha política) en México se halla estancado en una crisis orgánica, consecuencia del fracaso político de las clases dirigentes que, al encontrar a las clases subalternas esencialmente desorganizadas, se mantiene (aún) en el poder. Cuando referimos a una “crisis orgánica” partimos de la unidad contradictoria entre el proyecto imperialista de los capitales internacionales (que fijan las coordenadas del desempleo, el despojo, la súper explotación y los nuevos tratados internacionales), y el proyecto de gobernación y dirigencia del Estado mexicano (que fija las coordenadas de la deuda externa, las nuevas reformas estructurales, la militarización del país, la guerra de baja intensidad contra la población, la impunidad, el autoritarismo, el desfondamiento de las instituciones democráticas, y la cancelación y el ataque directo hacia los espacios de organización anticapitalistas). En términos estructurales y abstractos, tenemos que dar por supuesta la evolución de una estructura del capital mundial y su tendencia para gestionar y pseudosuperar sus crisis de caída tendencial de la tasa de ganancia, por medio de la expansión de un autómata global que prioriza a nivel estratégico la producción de nuevas tecnologías de punta, la creación de nuevos mecanismos de transmisión de tipo espacial y la explotación de nuevos territorios para sustentar este mecanismo motriz. La estructura de este “autómata”, de este “capital”, es una abstracción, porque lo que nos encontramos en el terreno de la realidad efectiva, es con una multiplicidad de capitales que no poseen ninguna regulación mundial y que, al contrario, sólo pueden desplegarse bajo determinados y específicos grosores nacionales (y a veces regionales-nacionales: MERCOSUR, TLCAN, etc.). Con estos supuestos podemos plantear que en México, en términos superestructurales, el Estado (en sentido amplio) ha entrado en una competencia encarnizada para posicionarse respecto de ese capital mundial; el Estado se dispone a producir las condiciones de saqueo de toda la riqueza nacional por medio del despliegue de todos sus mecanismos de disciplinamiento “legal” e “ilegal” y de control poblacional-territorial. Para las clases dominantes, lo nacional se vuelve sinónimo de Estado, es decir, expulsan el momento nacional popular. Esto es lo que provoca la ausencia de una evolución paralela de las superestructuras nacionales respecto de su contenido popular. El “Estado” no se encuentra en un estadio de “debilidad”, sino que su papel “educativo” ha virado esencialmente hacia un punto regresivo en el ámbito político y social. Con esto se crea una crisis de legitimidad inédita que es a todas luces evidente para la sociedad.

 

Por eso ahora tiene sentido recordar aquella frase escrita en la cárcel, que anunciaba una época muy singular de la lucha de clases: en donde muere lo viejo sin que pueda nacer lo nuevo. Muere el consenso del Estado y de la partidocracia mexicana (que evidencia su papel de gestor de una crisis política nacional para especificar a los propios capitales trasnacionales), pero no nace esa semilla de la auto organización y del avance de las clases subalternas (entendiendo que las clases subalternas se definen respecto de la escasa o nula participación en el proyecto de Estado-nación). En este panorama las clases subalternas en México (que implican al conjunto del sujeto precariado, obreros, trabajadores asalariados, terciarizados o informales; despojados, campesinos, mujeres, estudiantes, jóvenes pobres, etc.) se hallan en un sendero sitiado por tres grandes murallas: 1) la descentralización objetiva (en términos de fuerzas productivas) del sujeto trabajador (proletariado); 2) la descentralización subjetiva organizacional de un sujeto político creativo y hegemónico capaz de plantear una lucha con miras nacionales; 3) el ataque sistemático directo del Estado (en sentido amplio) hacia cualquier iniciativa política que ponga en juego la política para la especificación nacional de estos capitales.

 

En términos generales esta situación puede ser inscrita como una lucha política en lo que Gramsci llamaba “Occidente”. Utilizando las palabras de Portantiero, “occidente” es el ámbito de una sociedad civil compleja, que se ha hecho resistente a la irrupción inmediata de lo económico, y que supone la existencia de un Estado ampliado. Así, la categoría de “Occidente”, más que describir la oposición geográfica de los países ajenos a la situación política de la Rusia revolucionaria, exalta algo que Rosa Luxemburgo había analizado después de la coyuntura de 1917: la revolución rusa y sus condiciones son irrepetibles para el resto de Europa. Y agregaríamos nosotros: también para América Latina. No sólo nos encontramos frente a un Estado ampliado y frente a una crisis orgánica, sino que nos hallamos en una situación parecida a la que motivó a Gramsci a escribir esas notas für ewig: una situación necesaria de enfrentamiento contra las vertientes economicistas del marxismo, al tiempo que un re examen de las formas y las funciones de las llamadas superestructuras. Pero, ¿qué es el economicismo?

 

En términos políticos el economicismo mantiene una vena que enlaza con la pasividad política y la renuncia de la elaboración de una estrategia creativa, organizada y direccionada hacia la construcción de una vía hegemónica (nacional popular) al socialismo. Si la realización de la filosofía de la praxis sintetiza el momento de la hegemonía con el del inmanentismo, ello se debe a la cancelación de todo resquicio trascendente (teleológico) en el proyecto de difuminación histórica sobre la diferencia orgánica entre dirigentes y dirigidos; en otras palabras, en política el resquicio trascendente es la renuncia de la comprensión inmanente de la forma del dominio capitalista y, por ello, la renuncia a construir contrahegemonía. En realidad, el economicismo, el sindicalismo, el liberalismo y el anarquismo, vinculan, de manera diferenciada, la renuncia de los movimientos subalternos para destruir al viejo bloque histórico y construir a la vez un nuevo sistema hegemónico. Frente a esto, para Gramsci la situación política de occidente, en donde “no encontraremos de nuevo a una burguesía desorganizada”, permite inaugurar la estrategia de la guerra de posición:

 

“La guerra de posición requiere sacrificios enormes y masas inmensas de población; por eso hace falta en ella una inaudita concentración de la hegemonía y, por tanto, una forma de gobierno más "interventista", que tome más abiertamente la ofensiva contra los grupos de oposición y organice permanentemente la "imposibilidad" de disgregación interna, con controles de todas clases, políticos, administrativos, etc. Todo eso indica que se ha entrado en una fase culminante de la situación político-histórica, porque en la política la "guerra de posición", una vez conseguida la victoria en ella, es definitivamente decisiva. O sea: en la política se tiene guerra de movimiento mientras se trata de conquistar posiciones no decisivas y, por tanto, no se movilizan todos los recursos de la hegemonía del Estado; pero cuando, por una u otra razón, esas posiciones han perdido todo valor y sólo importan las posiciones decisivas, entonces se pasa a la guerra de cerco, comprimida, difícil, en la cual se requieren cualidades excepcionales de paciencia y espíritu de invención.”

 

Cabe destacar que la estrategia de la guerra de posición parte de un doble presupuesto: 1) la exclusión de la idea de una crisis final del capitalismo; 2) la refutación de la consideración del poder como una institución que puede ser tomada por asalto. Ya Lenin en su texto El Ultraizquierdismo, la enfermedad infantil del comunismo, e incluso con la propia NEP o en sus intervenciones en el tercer y cuarto congreso de la IC, se había deslindado de esa apreciación: deslinde que se sintetiza en la propuesta del Frente Único. No en vano en los cuadernos carcelarios existen múltiples referencias de Lenin como pensador del paso de la guerra de movimiento a la guerra de posición. En realidad, la guerra de posición constituye un ordenador político del conjunto de las formas de lucha, sin excluir ninguna de sus modalidades. Según esta apreciación, la revolución resulta del despliegue de una sucesión de crisis políticas: la disgregación del sistema de dominación vigente y la concentración creciente de la hegemonía de las fuerzas revolucionarias. Esta trasformación tiene como matriz la conformación del bloque político de las fuerzas subalternas, en donde los intereses de ésas últimas se realizan en el campo político de la lucha por lo popular nacional. Así, cuando Gramsci afirma que harán falta sacrificios de orden corporativo, se hace referencia también a que éstos no pueden ser de orden esencial: está fundada en la función de un grupo dirigente en la estructura económica. En este sentido puede notarse que la estrategia de la guerra de posición no es precisamente una estrategia de repliegue frente a una derrota histórica, sino un movimiento de acumulación y desenvolvimiento de fuerzas mediante el cual el bloque dominado vigoriza su presencia en las instituciones de la sociedad civil, alterando la correlación de fuerzas del tejido social característico de la configuración capitalista, para modificar las relaciones entre lo nacional y lo popular.

 

Hasta aquí es necesario esclarecer cuatro condiciones para la realización es esto último: 1) la exigencia de renunciar a la esperanza teleológica que hace coincidir la avanzada de la violencia neoliberal con el momento de un mesianismo político por venir en donde las clases subalternas alcanzarán automáticamente la suficiente conciencia de clase a condición única del avance del holocausto social; 2) nuestra perspectiva parte más bien de la necesidad de nutrir las luchas sindicales de los trabajadores, los procesos autonómicos de las comunidades y pueblos hermanos, las luchas en defensa de la tierra y el territorio de los campesinos, las luchas en defensa del espacio en la ciudad, las luchas en defensa de la educación laica y popular de los estudiantes, las luchas de nuestras compañeras feministas y las luchas político-culturales de los jóvenes; 3) la exigencia de articular los objetivos de esas luchas en las instituciones de la sociedad civil (pues la hegemonía se expresa en instituciones de la sociedad civil), para potenciar sus alcances e intentar universalizar sus perspectivas en una apuesta de confluencia contrahegemónica en el espacio nacional: esto sólo puede establecerse incentivando la participación democrática de estos movimientos en la sociedad civil; 4) para eso es imprescindible salir del menosprecio maximalista hacia las luchas que construyen también por vía de las instituciones de la sociedad civil, pues este menosprecio parte del supuesto falso según el cual tal lucha, por definición, corresponde a una perspectiva “reformista” o “revolucionaria”. Debiera estar claro que el peligro del “institucionalismo” aparece sólo cuando lo que se propugna no se articula en una estrategia global en la lucha por la reivindicación de lo nacional popular, es decir, cuando no están presentes las luchas subalternas. No es menor, por otra parte, el peligro de la parálisis política resultante del maximalismo, toda vez que es incapaz de cubrir la distancia existente entre la estructura de la dominación y los objetivos viables en una coyuntura dada. Las fuerzas sociales no se proponen los fines que el doctrinarismo decide, sino los que emana del grado de cohesión y madurez alcanzados según las fuerzas sociales en un momento histórico determinado.

 

En última instancia, nos parece que la “traductibilidad científica” en relación a la estrategia de la guerra de posición según nuestra propia correlación de fuerzas, arrancaría de la necesidad de comenzar a discutir y construir un proyecto, un espacio común, en torno a una perspectiva mínima de efectiva defensa de la riqueza nacional bajo un panorama de resolución de problemas sociales tales como la militarización del país, el desempleo, el despojo de la tierra, la antidemocracia estatal, la cancelación de los derechos educativos, laborales y sociales; el crimen organizado (secuestros, desapariciones) y no organizado (robos, inseguridad, violencia de género). Si la izquierda tuviera un proyecto popular nacional sobre el cual discutir y generar acuerdos mínimos de acción y organización, sería posible quebrar la adherencia inexorable de lo nacional a la burguesía por medio de la construcción de un sistema contrahegemónico alternativo, resultado de la constitución del proletariado como sujeto político, de orientación democrática, anti capitalista y finalmente socialista. No pensamos aquí en un proyecto nacionalista (particularista) pues la superación de éste se imbrica con la expansión, la profundización y la universalización de la vía democrática. En realidad, como dice Rivadeo, necesitamos recuperar críticamente nuestra historia, recuperar esa memoria fragmentaria cuya convicción básica consiste en que, frente al Estado, la gran burguesía y el capital extranjero, la nación y la democracia se identifican con el pueblo.

 

[1] El fracaso del internacionalismo proletario abstracto fue la base histórica fundamental con la cual Stalin justificó la disolución autoritaria de la IC en 1943. Este movimiento abrió una vena que apuntaba a resolver la búsqueda de la cuestión nacional en el seno de las sociedades preclasísticas, es decir, como residuo onto-cultural. Una vez más nos encontramos frente a la dicotomía clase-nación.

 

Bibliografía:

 

-Fernández Buey Francisco, Una reflexión sobre el dicho gramsciano “decir la verdad es siempre revolucionario”

-Gramsci Antonio, Cuadernos de la Cárcel, 6 tomos

-Pereyra Carlos, Gramsci: Estado y sociedad civil

-Portantiero Juan Carlos, Los usos de Gramsci

-Rivadeo Ana María, Actualidad el pensamiento de A. Gramsci

____El marxismo y la cuestión nacional

GUERRA DE POSICIÓN Y SOCIALISMO: UN EJERCICIO DE TRADUCTIBILIDAD EN MÉXICO

By: Enrique Sandoval

© 2023 by Name of Site. Proudly created with Wix.com

bottom of page